Prejuicios
- albabolsamartin
- 24 ene 2020
- 8 Min. de lectura
-Lucía, tengo miedo- Dije mientras al otro lado del teléfono escuchaba un profundo suspiro.
-Ha pasado de nuevo ¿verdad?
-Sí- Contesté con un hilo de voz.
-Tienes que dejarle. Debes salir de ahí… Ya está bien joder, denúnciale y huye.
-Pero… Es que…- Balbuceé.
-No hay “es ques” que valgan ¿no has sufrido ya bastante? No va a cambiar. Por favor, te lo suplico, sal de ahí.
- No tengo nada Lucía, no me queda nada.
-No deberías haber dejado el trabajo por él- dijo.
-No podía permitir que me ascendieran- respondí intentando defenderme.
- ¿No lo podías permitir tú o él?
- Te tengo que dejar- contesté con una voz mucho más cansada de lo que me hubiera gustado expresar.
-Vale, pero lo digo en serio. Si no te atreves a hacerlo déjame ayudarte.
-Adiós Lucía, hasta pronto- contesté antes de colgar.
Dejé el teléfono en la mesita baja del salón y me recosté en el sofá suspirando. El sol se colaba por el amplio ventanal que reinaba en la estancia. La luz irradiaba una alegría posándose en los muebles que me parecía falsa y absurda. Desentonaba con mi estado de ánimo y con todo lo que aquellas paredes verdes escondían… Aún recordaba nuestra primera discusión, con todo a nuestro alrededor tapado con plásticos.
Sentados en la mesa de la que después sería nuestra cocina, con una humeante taza de café entre las manos, soñando despiertos mientras comentábamos cómo sería nuestra casa. Ojeábamos muestras de colores, intentando decidir cuál sería el apropiado para el salón. Mientras, Lucas, se encendía un cigarrillo y el espeso humo revoloteaba por la habitación.
-Yo quiero un tono salmón, creo que lo hará más acogedor- dije y Lucas se rio.
-No digas tonterías- contestó. Supongo que tras ver mi cara no necesitó respuesta porque añadió-Mira, no voy a dejar que pintes el salón de mi casa de ese color. Eres una persona sin gusto. No me extraña que terminaras dejando el trabajo, era mejor eso a que te despidieran ¿no?
No me podía creer que él, justamente él, por quien lo he dejado todo, me estuviera diciendo aquello, pero no quería discutir así que sonreí e intenté convencerle. Hasta que un grito y su taza de café volando y chocando contra la pared me hizo claudicar.
No tenía que haber insistido tanto, ese color es estúpido y puede que el verde fuera la mejor opción. Lucas tenía razón, como la tiene siempre, pensé mientras abría los ojos y observaba las paredes. Me incorporé en el sofá y me dirigí al ventanal, pero no pude evitar detenerme en la estantería de la derecha donde reposaban varias instantáneas: Lucas y yo en la montaña, en aquella cena suya de trabajo, sonriendo con la Torre Eiffel de fondo… Y entonces, mis ojos se detuvieron en la fotografía de en medio, allí estábamos los dos, él agarrándome por la cintura y yo sonriendo con la felicidad asomándose por cada poro. Los recuerdos arrollaron mis pupilas al rememora aquel día, el de nuestra boda…
- ¡Decir patata y sonreír! ¡Qué ya estáis casados! - gritó mi amiga Lucía.
- ¿Sonreír? ¡Si no he podido parar de hacerlo! - contesté entre risas y posé junto a mi ya marido.
Todo era perfecto aquella tarde de mayo. Abrazados en la puerta del restaurante, debajo de un arco de plástico por el que el jazmín trepaba. Con nuestra familia sonriendo orgullosos, con el aroma del menú elegido hacía ya meses envolviendo el momento…
Volví a mirar al ventanal. Daba a un pequeño patio que antaño estaba repleto de macetas con flores de todas las clases y que ahora… Y que ahora está desierto. Según Lucas porque era invierno, según yo porque ya no había un “nosotros” por el que valiera la pena luchar. Las flores se marchitan y mi corazón se vuelve hielo. Supongo que perdí los dulces pétalos el día que las espinas acamparon en mis pupilas.
Dejé la foto en su lugar y suspirando con fuerza me encaminé a la cocina, debía preparar la cena.
A las nueve y media escuché cómo la llave giraba en la puerta de la entrada. “Ya está aquí”, me dije, y tras colocar el último plato en la mesa me fui a recibirle.
-Hola, ¿cómo fue el día? - Pregunté sonriendo.
-Bien. Toma, esto es para ti- me respondió entregándome una preciosa orquídea color lavanda.
La cogí y mi sonrisa se ensanchó, mientras la acercaba a mí para poder aspirar el dulce perfume de la flor.
-Siento lo de esta mañana, he perdido los nervios. Te quiero mucho, ¿lo sabes verdad? - Añadió mientras se quitaba el abrigo y clavaba sus pupilas en mí.
-Ya está olvidado, no te preocupes. Venga, vamos a cenar- contesté pensando que a partir de ese momento todo mejoraría, pero a Lucas no pareció gustarle mi respuesta y agarrándome del brazo me dijo tensando la mandíbula:
- ¿Tú no me quieres? - su tono de voz era ronco y mi corazón empezó a latir con mayor fuerza. En mi cabeza, miles de señales rojas se encendían avisándome del peligro, pero una vez más apagué la razón y me dejé llevar por ese músculo tonto del pecho.
-Pues claro que te quiero- respondí con una sonrisa y, tras besarle añadí mientras sentía como él aflojaba la fuerza de mi brazo- Pero se va a enfriar la cena.

Me desperté, con el cuerpo dolorido y los músculos agarrotados, en el suelo del baño. Al intentar llevar la mano a la cabeza, un increíble dolor me recorrió la espina dorsal como si una serpiente reptara por mi espalda. Conseguí incorporarme con un esfuerzo desmesurado y apoyándome en el lavabo terminé de levantarme de aquel frío suelo de losas blancas, ahora manchadas con diminutas motitas rojas. Al ver mi imagen en el espejo tuve que sofocar un sollozo, estaba deplorable. Mi ojo derecho a penas conseguía abrirse, lo enmarcaba un horrible moratón. Bajo mis ojeras, cientos de arañazos y en mi labio inferior un corte por el que aún salía sangre. Todas aquellas cicatrices me hicieron recordar los gritos de Lucas, cuando al fin logré encerrarme en el cuarto de baño. Ni si quiera recuerdo cómo comenzó todo.
Antes de que pudiera darme cuenta su puño se estrellaba en mi cara y su brazo se enrocaba en mi cuello, dándome la vuelta, colocando mi espalda en su pecho.
Recuerdo que el aire me faltaba, el pecho me quemaba y por mis ojos brotaban las que pensaba que serían mis últimas lágrimas. Las palabras morían en mi garganta y todo se iba tornando negro. Notaba cómo las fuerzas me abandonaban… No sé si esperaba una luz o que toda mi vida pasara ante mis ojos… No sé qué esperaba que ocurriese, pero lo que sí sé es que me di cuenta de que no quería morir, aunque tampoco quería vivir así. Creo que le mordí el brazo al tiempo que le daba con mi codo en el estómago, justo antes de adentrarme en el baño, cerrar el pestillo y desmayarme.
No soportaba mirar mi reflejo. ¿Qué había hecho mal? Repasé mentalmente la noche anterior. Quizás no le pareció convincente mi respuesta a su regalo, a lo mejor la cena estaba fría, puede que hubiera sido un error insistirle para ver aquella película que había alquilado cuando yo sabía que estaba cansado, o… No, sacudí la cabeza, esta vez no había hecho nada. Mientras abría los ojos intenté sentarme en el borde de la bañera, evitando el espejo, no podía seguir mirándome. ¿Qué había sido del Lucas cariñoso y dulce de hace años? Golpeé mis piernas con las manos desesperadamente, hasta que mi mirada se posó en el anillo que brillaba en mi dedo anular.
Sentí cómo mis lágrimas se envolvían con los recuerdos de aquel día perdido de verano, donde el sol reinaba en el cielo y las calles se llenaban de turistas… Caminábamos cogidos de la mano por aquel parque intentando resguardarnos del calor, gracias a las sombras que nos proporcionaban los árboles. Dos niños gritaban y reían tratando de tocar el cielo con la yema de los dedos, dándose más y más impulso en los columpios. Una niña de sonrisa mellada se carcajeaba mientras se deslizaba una y otra vez por el tobogán rojo. Lucas, con su polo gris ceniza de manga corta y esos Levi´s que tanto me gustan, se detuvo frente a mí y fijando sus preciosos ojos caramelo en los míos sonrió, clavó la rodilla en la arena y sin importarle los ojos curiosos que nos rodeaban me dijo:
-A lo mejor, me ha quedado demasiado convencional el momento, pero ¿te quieres casar conmigo?
Y tras gritar un sí, que posiblemente se escuchara en todo Madrid, nos abrazamos.
Ya nunca me abraza así, pensé, mientras me quitaba el anillo y las lágrimas desfilaban entre mis moratones. Lancé la alianza contra las baldosas.
-Se acabó, no merezco esto- y lo dije en voz alta, intentando convencer a todo mi ser de que Lucía tenía razón, debía huir y poner punto y final a una historia que llevaba demasiado tiempo anunciando un trágico desenlace que solo yo podía cambiar.
Abrí el pestillo, giré el pomo y empujé, poco a poco, la puerta tratando de no hacer ruido. La habitación estaba destrozada. La cama, en el centro, deshecha y con colillas tiradas por encima; los cuadros, que decoraba las paredes, estaban rotos en el suelo; la puerta del armario partida en dos; el cable del teléfono arrancado y toda la ropa esparcida por la estancia. Rodeé la cama, sorteando los cristales y miré el reloj. Eran las once de la mañana y Lucas estaba trabajando, solté el aire que sin darme cuenta había estado conteniendo y busqué mi móvil entre todo aquel caos.
Necesitaba hablar con Lucía, al fin había tomado aquella difícil decisión y ya no podía, no debía, echarme atrás. Mi teléfono no estaba por ninguna parte, así que decidí salir fuera. Tenía que escapar de allí. Caminé por el pasillo, apoyándome en las paredes, cada paso era una tortura, me dolía hasta el hecho de respirar. Logré llegar a la entrada y salir al rellano. Las dudas y los miedos me invadieron ¿qué haría Lucas cuándo lo descubriera? Necesitaba un teléfono, necesitaba escuchar la voz de Lucía diciéndome que todo saldría bien, que aquello era lo correcto. Entonces apareció en la escalera mi vecino Alex, tan alto y rubio como siempre. Clavó su impresionante mirada azul en mí y no lo dudé.
-Alex, ha vuelto a pasar- le dije. Él enarcó una ceja, pero no dijo nada, mientras intentaba retomar su camino. Le frené colocando mi mano en su brazo, lo apartó como si le quemara, pero no me importó. Necesitaba salir de allí- Por favor Alex, déjame un teléfono. Lo… Lo voy a denunciar.
-Anda maricón de mierda, te lo he dicho ya muchas veces, entra en casa y arregla las cosas como un hombre- Me respondió justo antes de darse la vuelta para entrar en su casa.
Lo último que escuché antes de correr escaleras abajo, en busca de aire, fueron sus carcajadas que se me clavaron como puñales. Solo sentí dentro dardos.
En el exterior el sol se había escondido, posiblemente por vergüenza debido a lo acontecido en el interior. Estaba comenzando a llover y las gotas chocaban contra el cementerio de mis ojeras como yo contra la realidad. Los recuerdos corrían por mi rostro, escapando de mis ojos que se transformaron en unas vidrieras con vistas al mar… La gente caminaba presurosa a mi alrededor, los coches se aglomeraban en las calles. El mundo seguía su curso mientras el mío se desmoronaba y entre todas aquellas ruinas de lo que podíamos haber sido y no fuimos estaba yo…
Y estaba completamente solo.
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