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Luz, brillas

  • albabolsamartin
  • 2 feb 2021
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 3 feb 2021


El sol se colaba por la ventana del salón creando destellos sobre la mesa baja de cristal. Luz estaba sentada en una butaca gris, miraba el reloj que descansaba sobre la pared. Marcaba las cinco de la tarde, las manecillas de acero permanecían impertérritas. Se tocó las manos estirando las arrugas que las cubrían mientras jugueteaba con los anillos que llevaban muchos años viviendo en ellas, decorándolas.


–Mamá, me voy a trabajar. Volveré a la hora de comer– La voz de su hijo Hugo le hizo apartar la vista de aquel reloj para posarla en él. Llevaba un traje gris, una corbata granate y el pelo perfectamente peinado.

–Son las cinco de la tarde– contestó Luz.

–Deja de bromear– rio mientras cogía las llaves del mueble de la entrada –Carlota no tardará en bajar, nos vemos luego– Se despidió desde la puerta.


“¿Carlota?”, pensó “¿quién es Carlota?”. Apoyó ambas manos en los reposabrazos de la butaca y se levantó. Comenzó a recorrer la estancia hasta llegar al comedor, se detuvo frente a una gran estantería blanca ¿siempre había estado tan vacía? Únicamente tres fotografías la decoraban, era como si un terremoto hubiera pasado por allí y solo quedaran las columnas de lo que antes había sido un gran palacio, recuerdos hechos ruinas. Se fijó en las instantáneas, ahí estaba Hugo de pequeño con sus pantalones cortos y sus calcetines largos… Sus ojos recorrieron las baldas vacías hasta dar con un marco de madera que la enmarcaba a ella con una sonrisa orgullosa, vestida con su uniforme de limpiadora. Todavía recordaba el día que llegó a su recién estrenada casa a las afueras de Madrid, solo hacía unos meses que se habían venido del pueblo y ya había conseguido trabajo. Ella, que apenas sabía leer, sería la jefa de las limpiadoras de la Universidad.


–Víctor, ¿te lo puedes creer?– le decía Luz a su marido sentada en el sofá de aquel piso. Los ojos marrones de Víctor se achinaron de alegría.

–Sabía que lo lograrías– le dijo y ella sonrió mientras acercaba su chato de vino para brindar. –Luz, brillas– continuó él.



–¿Luz? ¡Anda! Estás aquí.

La voz de una mujer la devolvió a la realidad. Apartó la vista de la estantería y se topó con unos ojos claros que la miraban con cariño.

–Llego tarde a la oficina– continuó Carlota mientras iba metiendo cosas en el bolso –ya que estás ahí podrías limpiar un poco el polvo de las fotos de la boda- pidió mientras señalaba las baldas vacías.


Luz la miró sin entender, entreabrió un poco los labios dibujando una mueca y los surcos que poblaban su piel se estiraron levemente, Carlota sonrió.


–Bueno, no pasa nada, lo haré yo luego– dijo mientras se colgaba el gran bolso marrón del brazo derecho y se dirigía hacia la puerta.


“¿Boda?” pensó Luz y volvió la vista a la última balda donde descansaba la tercera instantánea. Ahí estaban su marido y ella, mirándose con cariño en un patio lleno de flores, es cierto que iban muy bien vestidos, pero no parecía una boda… Parpadeó varias veces tratando de recordar, no sabía donde estaban, pero creyó que en ese momento había sido feliz. Rozó el vidrio con la yema de los dedos tratando de arañar así su memoria, sacudió la cabeza mientras bajaba la mano.


Arrastrando los pies se dirigió hasta su habitación. El piso era pequeño, todo estaba conectado. Abrió el cajón de su cómoda y sacó una pequeña caja de latón. Era redonda y tenía numerosos dibujos en relieve. La acarició con cariño mientras se sentaba sobre la cama de sábanas blancas. Levantó la tapadera con cuidado y sonrió al ver el contenido. Puso la caja boca abajo y unas veinte fotografías volaron hasta caer sobre aquel manto blanco, parecían hojas en la nieve. Cogió una, el retrato de su boda, se la acercó a los labios y la besó con cuidado, aún recordaba el día que se conocieron en la verbena del pueblo.

Ella estaba junto a su hermana Luisa, los jóvenes bailaban en el centro de la plaza mientras los más mayores estaban sentados en los alrededores. La música era animada y se respiraba la felicidad propia del verano.


–Hola– escuchó una voz profunda a su espalda. Se giró tan rápidamente que sus rizos negros se contonearon por su cuello.

–Muy buenas– respondió con chulería. No reconocía a ese joven, debía de ser nuevo porque nunca lo había visto, sino recordaría esos ojos avellana tan luminosos. A Luisa se le torció la sonrisa al ver la cara de su hermana.

–Soy Víctor– continuó el chico.

–Yo Luz y ella Luisa– respondió señalado a su hermana que le tiraba del brazo para ir a bailar.

–¿Luz? Que oportuno– contestó alzando la comisura de los labios.

–¿Por qué?– preguntó mientras Luisa la alejaba unos pasos.

–Porque brillas– respondió alzando la voz.


La sonrisa que explotó en su rostro era la misma que tenía en ese momento sentada sobre aquella cama. Recorrió una a una las fotografías. Ahí estaban sus padres, sus hermanos, sus amigas y compañeras de trabajo, su marido… Ventanas al pasado, recuerdos de una vida en la que estaban todos ellos… Una lágrima se precipitó por su mejilla como un arroyo que surca las montañas esquivando rocas y barro, se había quedado sola…





El sol poco a poco iba desapareciendo, la luz se volvía más naranja, el ruido de unos platos indicaba que alguien estaba preparando la cena. Unas risas escapaban por debajo de la puerta de la cocina. El reloj continuaba marcando las cinco. Luz estaba sentada en la butaca gris, se tocaba las manos estirándose las arrugas, jugando con ellas, creando murallas.

La estantería blanca estaba completamente vacía. Las fotografías que salpicaban las sábanas blancas se iban difuminando como un cuadro que se oscurece con los años.


–Mamá, ya casi esta la cena– la voz de un hombre la hizo detener la construcción que estaba realizando con su piel.

–Que ojos avellana tan bonitos– dijo.

–Como los de papá– sonrió él.


Luz ladeó la cabeza, sus ricos, ya blancos, le chocaron contra los hombros plegándose y estirándose por el contacto. Después la giró hacia la izquierda fijando la vista en una habitación con una cama de sábanas blancas perfectamente estiradas. La oscuridad se fue adueñando del piso, devorando la estancia.


–¿Luz?– la llamó una voz femenina, ella trató de enfocar la vista, pero sus ojos habían acampado en el reloj que decoraba la pared.


–¡Luz!– gritó alguien, pero ella ya no era Luz, no la tenía. Ese brillo se apagó junto con una sonrisa a las cinco de la tarde de un día de verano de hace diez años.









 
 
 

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