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albabolsamartin

La bailarina del campo de minas

Los frenazos debidos al tráfico y las voces de los pasajeros, demasiado altas para esa hora, hacían imposible dormir. El locutor de radio anunciaba las ocho de la mañana. Abrí los ojos y parpadeé varias veces, miré por la gran ventana del autobús. En el horizonte se empezaba a dibujar la ciudad entre faros de coches y tonos rosados.

Detrás de mí había una pareja. Un hombre y una mujer. No llegué a verles las caras. Una voz rasgada y ronca contrastaba con la vivacidad y dulzura de la otra. Era como escuchar a un guerrero y a una profesora de primaria conversar. Me los imaginaba en un sitio mucho más lujoso que esa tartana de metal de asientos desgastados. Los veía hablando tranquilamente en unos sillones de cuero, él con un Bourbon y un cigarro y ella haciendo aspavientos para evitar que el humo llegara hasta su garganta.

—Es vergonzoso ¿verdad? —preguntó el hombre.

—Totalmente, esto ante no pasaba —contestó la mujer.

Al principio pensé que estarían comentando las noticias que se colaban por cada rincón del autobús. Volví a cerrar los ojos. El sol ya había salido del todo y sus rayos atravesaban los cristales. Estarían en una casa grande, de esas que parecen un punto en mitad de un prado verde. Desde la ventana se verían los diferentes tonos de las amapolas que, a pesar de todo, no tienen en el mismo rojo. Él llevaría una camisa arremangada hasta los codos y ella un vestido veraniego de tirantes. Puede que fuera amarillo.

—Claro, es que antes jugábamos en la calle. No estábamos todo el día pegados a esas

pantallitas, se van a quedar tontos.

Aquella voz rasgada y profunda inundó mis tímpanos. ¿Qué estaba diciendo aquel hombre? Abrí los ojos de par en par. Los abrí tanto que estaba segura de que, ni siquiera la intensa luz que entraba por la ventana sería capaz de dibujar la sombre de mis pestañas sobre las mejillas. En la casa del prado había caído la noche, no había amapolas que vislumbrar por la ventana sino arboles desnudos, esqueletos de la primavera que temblaban con el gélido viento del invierno. Él llevaría un traje con un pañuelo granate asomando por el bolsillo y ella estaría encogida en el sillón orejero con su vestido amarillo.

—Exactamente, si es que los jóvenes de ahora no tienen ni valores ni nada. Solo se

preocupan de ellos mismos —respondió la mujer. Sus palabras chocaban con ese

tono dulce y cálido.

La casa del prado había sido arrasada por un temporal. Entre las ruinas, un pañuelo granate y un vestido veraniego se asomaban como náufragos entre las tablas. La lluvia había acabado con todo.

—Sí, sí, yo le digo a mis nietos que menos telefonito y más leer. Si es que no saben

nada de la vida —continuó la voz rasgada y profunda.

Ya no los veía en aquel elegante salón de sillones orejeros. Me los imaginaba en un banco de cualquier parque, cobijados bajo la sombra de un árbol, escuchando como bailan las hojas debido a la brisa de finales de verano, con las pupilas clavadas en los transeúntes y con una opinión en el cargador lista para ser disparada en cuanto alguien, lo suficientemente diferente, estuviera a tiro. La gravilla bajo sus zapatos dibujaría círculos con cada movimiento. Él llevaba boina y un bastón. También fumaba y la ceniza salpicaba su jersey de punto. La mujer llevaba una falda negra hasta los gemelos y una blusa. Estaban casados, pero no se miraban como los enamorados. Tenían las retinas vacías y las arrugas llenas.


Entrecerré los ojos. No sabían nada de mí ¿por qué se atrevían a juzgarme? El sol viajaba por el capó de los coches, a veces el destello de sus rayos me obligaba a apartar la vista. Sin querer volví a aquel día. A aquel baño mientras me miraba en el espejo y no reconocía mi propio reflejo. Palpaba los pómulos y notaba el hueso bajo la yema de mis dedos. Mi doble copiaba los movimientos tras el cristal. Agarré el móvil que descansaba sobre el lavabo y comencé a estirar la cara mirando a la cámara.

—Sonríe bien —me dijo

Moví la cabeza y lo volví a intentar. Tenía los dientes amarillos.

—Si sigues así lo notarán.

Volví a colocar el teléfono frente a mí. Lo bajé. Dejé las manos descansando a ambos lados de mi cuerpo. Erguí la espalda y cuadré los hombros. Realicé movimientos circulares con el cuello. Dirigí la mirada a la palma izquierda de mis mano, desnuda, sin anillos. Recorrí las líneas que surcaban esa parte de mi piel hasta llegar a las muñecas, diminutas. Cerré el puño, tenía las uñas mordidas. Levanté el móvil, lo coloqué frente a mi cara. La hinchazón de mis ojos ya había desaparecido, igual que el brillo. Una mueca me tiró de los pelos y de los recuerdos.

—No, no. Sonríe bien.

Click. Fotografía lista para subir.

—Claro, ahora seremos más abiertos, pero ¿para qué? Ya no saben lo que es el

esfuerzo y encima te contestan si le dices que dejen la maquinita —la voz de aquella

mujer consiguió devolverme al autobús. Aunque ya era tarde.

Recordé la primera vez que sonreí bien y la última que lo hice lo mal.

Estaba en la playa, el mar se reflejaba en mis pupilas y las ola rompía contra mis tobillos. Estaba posando para una fotografía, pero era por el placer de inmortalizar instantes. Llevaba un bikini verde y la sonrisa despeinada. Mi padre se movía por la arena buscando la luz adecuada. Nadie me dijo que sonriera bien, pero lo hice.


El autobús aminoró la marcha, un cartel luminoso se encendió: PARADA SOLICITADA.

Sacudí la cabeza, la última vez que sonreí mal estaba en aquel baño, repasando todas las instantáneas que había realizado.

—No, no. Sonríe bien, así no gustarás.

Aquella voz llevaba acompañándome años. Desde que decidí que podía ser mejor a través de una pantalla. El problema fue que al mirarme en el espejo no me reconocí. Estiré la cara, traté de sonreír.

—No, no. Sonríe bien.

Lo intenté, pero ¿cómo podía sonreír bien? ¿Cómo se sonríe mal? No lo sabía, pero pensé que ese era mi talento. Borré las fotos. Amordacé la voz.

El cartel luminoso seguía encendido, mientras el vehículo iba cada vez más despacio. Agarré las asas de mi bolso y me lo colgué en el hombro derecho mientras trataba de levantarme. Ya no conversaban. Las voces se habían apagado, eran sustituidas por el sonido de las yemas de los dedos al escribir un mensaje. “Cuanta hipocresía”, pensé mientras me ponía en pie. Frente a mí se desdibujaba la imagen de unos jubilados en el parque, de una casa en el prado primero con vistas a las amapolas, después como marco de una estampa de invierno y finalmente como las ruinas de una vida, para dejarme ver a un hombre y una mujer de mediana edad ensimismados en sus pantallas mientras van a trabajar. Estiré los músculos de la cara, fingiendo que no pasaba nada.

—Sonríe bien —parece que la voz había conseguido deshacer el nudo que tapaba su

boca.

Bajé por la escalerita mirando hacia atrás. Al hombre y a la mujer. Intenté sonreír.

—No, no, sonríe bien.

Cuando puse un pie en el exterior del autobús pensé que me había pasado toda la vida esquivando mis propias minas.


Volví a amordazarla.

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